miércoles, 27 de julio de 2005

Sinthá

Linda, la gatita persa de Joshua


Me fascina el hecho de que el azar
posea una música propia que sólo
cada uno puede descifrar:
Ni terapéutas, ni místicos, ni adivinos... (ni magos)
Cecila Martínez



SINTHÁ

Tardaron en quitar la cinta verde y plata, y el papel coloreado con el que estaba envuelto. Tardaron un poquito en abrirlo porque no es fácil cortar, cuidadosamente, y justo por la mitad, un huevo de pascua, pero la niña no se impacientó, únicamente observaba, tratando de guardar en su pensamiento las imágenes, algo que cada día le resultaba más difícil, pero, por fin, el huevo quedó dividido y convertido en dos grandes y huecas alas de chocolate que flanqueaban el casi minúsculo cuerpo de un gato.

—Se llama Sinthá, ¿Te gusta?

Marta cerró dos veces los ojos, señal de que sí le había gustado, en tanto que Sinthá, un persa de ojos intensamente azules, pelaje largo y dorado como el azúcar de caña, resbalando sobre el papel de celofán y la sábana, se esforzaba por erguirse sobre sus patas. Todos reían. Ella también lo hubiera hecho de haber podido, pero lo único que podía hacer era mirar el espejo en el que se reflejaban los rostros de sus padres y hermanos reunidos en torno a la cama para celebrar su cumpleaños. Sus rostros, y la perfecta reproducción de una Tizona, espada forjada en la primera herrería de su abuelo, que hubiera sido la vergüenza de El Cid pues no servía más que para ser considerada como inusual y, desde luego original, portalámparas. Eso, y ser consciente de cómo Sinthá
la había observado durante unos largos instantes, tras los cuales, sin ninguna dificultad, se convirtió en un ovillo dorado que se acurrucó entre sus manitas.

Sinthá creció, porque así es la naturaleza y no necesita mucha ayuda, independiente: jamás aceptó una caricia de nadie, ni la solicitó, y sin embargo, de una forma extraña, casi simbiótica, crecía dependiente de Marta, de quien era imposible separarlo pues, cuando lo intentaban, enseñaba sus afiladas uñas, bien en actitud de ataque, bien de defensa. Durante el día, permanecía en el hueco que formaban las manos y el torso de Marta: estiraba y estiraba sus patas delanteras hasta lograr que rozaran la barbilla de la niña, y después, entre ellas ocultaba el morro de modo que sólo podían verse sus ojos enormes y una nariz rosada y diminuta; el resto de su cuerpo permanecía tan inmóvil como el de ella. A medida que creía, aquellos ojos que siempre habían sido excesivamente grandes para las dimensiones de su cara de gato persa, seguían siendo demasiado grandes, por eso, cuando la luz llegaba desde el jardín y se reflejaba en ellos, Marta podía contemplar dentro de un halo azul, cómo los árboles retoñaban; despacio, pero retoñaban. De noche, una vez que se desperezaba, arqueaba el lomo y daba unas vueltas por la habitación, o paseaba por el alfeizar de la ventana, el azul se oscurecían adquiriendo tintes negro y un brillo salvaje en el cual, cuando de nuevo se acomodaba en su sitio, ella creía distinguir la luna o las estrellas.

Marta, poco a poco, aprendió a reconocerse en los ojos de Sinthá. Llegó a estar segura de que él era capaz de entender, y «sentir», su estado de ánimo, y hasta tal punto, que si los recuerdos, o aquel dolor intenso se hacían presentes, algo que ocurría con demasiada frecuencia, sus ojos de color azul persa —como decía su padre—, adquirían el de su pensamiento; pero si estaba alegre, dentro de ellos, y dándolos apariencia de mariposas que volaban entre mieses maduras, aparecían reflejos amarillos y blancos.

Junto a él, Marta también aprendió a no temer, a vivir exclusivamente el momento presente, a observarse a sí misma desde fuera de sí misma, a verse desde dentro de él, y a permitir que sus pensamientos y sentimientos se mezclaran con el instinto de Sinthá, al tiempo que, de una manera que no hubiera sabido explicar, aquel instinto pasaba a ser suyo. Y una noche, cuando la palabra miedo: miedo a los recuerdos, miedo al dolor, miedo al futuro, miedo a la muerte, ya no tenía ningún significado para ella, ocurrió, y, tras largos meses inmóvil, pudo volver a recorrer las calles, trepar a los árboles, correr por el jardín; sentir cómo el viento revolvía su pelo: largo, suave, fino, brillante y del color del azúcar de caña, y a ver, desde el mismo centro de los ojos de Sinthá, la luna y las estrellas. Pudo, de nuevo, sentir la alegría de vivir y la libertad.

La noche, la oscuridad que tanto le había atemorizado, fueron desde entonces sus mejores amigos.

Y así iban pasando las horas, los días: Marta y Cinta se miraban, se comprendían, se compenetraban.

Se comenta, y realmente no es para menos, que la fidelidad de Sinthá sorprende por parecer más propia de un perro que de un gato. Sea propia de un gato o no, hace más de un año que, sin fallar una noche, él entra al jardín por los sitios más inverosímiles y, sigilosamente, se acerca hasta la tumba de Marta. Tras unos instantes, los pocos que tarda en confundirse con la piedra de mármol, reposa la cabeza sobre sus patas delanteras, y espera, inmóvil, a que sus ojos con tintes oscuros y un brillo salvaje se llenen de mariposas amarillas y blancas. Entonces corre por la noche hasta perderse en ella, mientras los pájaros se despiertan y sus trinos son los más bellos que jamás se hayan oído.

Marta era una niña especial, muy especial, pero se dice que todos tenemos nuestro Sinthá. Un Sinthá al que no hemos de buscar cuando amanece, ni cuando es de día, porque no lo encontraremos. Dicen que tampoco hay que buscarlo fuera de nosotros, porque es imposible encontrarlo fuera, salvo que salga de un huevo de pascua. Se dicen muchas otras cosas; y quizá, tú que me lees, no me creas, o creas que exagero, o que me lo he inventado; sin embargo, si quieres comprobarlo por ti mismo, sólo tienes que adentrarte en tu propio jardín —cuando el sol cae y la luna toma su sitio en el cielo— buscar esa lápida, y esperar.

Esperar igual que lo hizo Marta.

Esperar igual que lo hace el Sinthá de esta historia que hoy escribo.

Si lo consigues, comprenderás, no solo que confiar en los demás —y en la vida— es importante, sino que nadie posee más que el momento presente para ser él mismo.

Si lo consigues, si de verdad lo consigues, sentirás algo desconocido, cálido, hermoso, purificador, y eso que de tanto nombrarlo ha perdido su significado, eso que de tanto ansiarlo dejamos escapar continuamente: la Libertad, la Libertad de ser, de elegir, de opinar, recorrerá tus venas, transformándote. Y lo hará de tal forma que ya nunca más volverás a ser la misma persona, ni podrás privar a nadie de su propia Libertad de ser, de elegir, de opinar.

Nunca.

Seguramente conozcas al autor de éste texto, intenta adivinarlo. En todo caso encontraras la respuesta en Lucernario (en los link de este blog) o en las direcciones siguientes:
http://www.lucernario.org/principal.htm
http://www.lucernario.org/mapa.htm
Te invito a que te pierdas en sus recovecos
Además, de encotrar la respuesta en Vidrio (entra por el índice) no dejes de visitar la "Atalaya", desde allí divisarás lugares de excepcional belleza.




1 comentario:

Mar dijo...

También tú has llegado a ese lugar maravilloso?

Su propietario es un mago, un alquimista de las palabras, es callado, prudente, observador; y es un hombre bueno. Yo le adoro.

:)))

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