lunes, 11 de febrero de 2008

Tratado de armonía


A medida que profundizamos en nuestras vidas y maduramos, nos va rodeando un nuevo silencio: el de las personas que crecieron y progresaron con nosotros. Por el contrario, un nuevo fervor nos rodea: el de aquellos que sin suponer nada en nuestras vidas, sin tener intereses, nos muestran su atención y afecto. Esta es la prueba objetiva de que estamos en otro , plano de la existencia, de que no somos lo que fuimos, rotas ya tantas amarras.


Entre el ansiar el más allá -abrazar la vía mística- y la vida puramente vegetativa, animal, existe una tercera senda: la del ignorante-ebrio que, al ignorarlo todo conscientemente, lo sabe todo. El ignorante-ebrio ignora los extremos, la dualidad, no persigue el cielo ni teme el infierno. El ignorante-ebrio no tiene más afán que el respirar y gozar la luz.


Cuanto más arriba se asciende en la montaña de la vida (o del reconocimiento) más huracanados son los vientos que azotan. Esta es una verdad incuestionable. Pienso, sin embargo, que lo más difícil no es aguantar, impertérrito, los fuertes vientos de la cima. Lo más difícil es saber descender de la montaña a tiempo.


Textos de Antonio Colinas de "Tratado de armonía".

lunes, 4 de febrero de 2008

Fe de Vida

fe de vida
A Cris.
La prisa es una carrera hacia la muerte.
La lentitud detiene el tiempo,
ensancha el instante,
propaga la vida en armonía.


Esperar junto a este mar (en el que nacieron las ideas)
sin ninguna idea. (Y así tenerlas todas).
Ser sólo la brisa en la copa del pino grande,
el aroma del azahar, la noche de orquídeas
en las calas olvidadas.

Sólo permanecer viendo el ave que pasa
y no regresa; quedar
esperando a que el cielo amarillo
arda y se limpie de relámpagos
que llegarán saltando de una isla a otra isla.
O contemplar la nube blanca
que, no siendo nada, parece ser feliz.
Quedar flotando y transcurriendo de aquí para allá,
sobre las olas que pasan,
como un remo perdido.
O seguir, como los delfines,
la dirección de un tiempo sentenciado.

Ser como la hora de las barcas en las noches de enero,
que se adormecen entre narcisos y faros.
Dejadme, no con la luz del conocimiento
(que nació y se alzó de este mar),
sino simplemente con la luz de este mar.
O con sus muchas luces:
las de oro encendido y las de frío verdor.
o con la luz de todos los azules.

Pero, sobre todo, dejadme con la luz blanca,
que es la que abrasa y derrota a los hombres heridos,
a los días tensos, a las ideas como cuchillos.
Ser como olivo o estanque.
Que alguien me tenga en su mano como a un puñado de sal.
O de luz.

Cerrar los ojos en el silencio del aroma
para que el corazón —al fin— pueda ver.
Cerrar los ojos para que el amor crezca en mí.
Dejadme compartiendo el silencio
y la soledad de los porches,
la hospitalidad de las puertas abiertas; dejadme
con el plenilunio de los ruiseñores de junio,
que guardan el temblor del agua en las últimas fuentes.
Dejadme con la libertad que se pierde
en los labios de una mujer.

Antonio Colinas

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