lunes, 19 de febrero de 2007

Los ausentes

Hoy estoy herido de soledad y ausencia.
De fondo se escucha “Ascensor para el cadalso” de Miles Davis,
el repicar de la lluvia en los cristales
y el incesante tráfico de la calle.
No hace frío,
pero echo de menos el calor de tu cuerpo,
la suavidad de tu piel
y tus ojos…
esos ojos que me hacen hermoso,
porque mi belleza está en ellos.

Joshua Naraim

LOS AUSENTES

Avanzan sus rostros en el silencio. Son los ausentes. Nos llaman con la voz transparente de los sueños. Están tan cerca que no necesitamos levantar los ojos para verlos. Somos nosotros los que vemos a través de ellos, por eso nos nublamos en los días más radiantes y en medio del huracán oímos la delgada música de una rosa. Los ausentes son nuestra memoria. Sus pasos conducen a la infancia que se oculta siempre en lo perdido. Y cuando estamos solos afinan nuestro corazón con la honda verdad albergada en lo que no existe. Respiran junto a nosotros envolviéndonos en un humo luminoso que rescata: de la casa la penumbra cálida de una mano materna; del primer amor la alteración misteriosa de la vida que late con el pulso de otro ser; del llanto su quieta celebración final; del beso su cielo desvanecido. Loa ausentes nunca cicatrizan dentro de nosotros. Existimos desde su herida. Nuestras palabras transitan por el mudo idioma de los signos que nos dejaron, por eso siempre dicen más de lo que dicen. Los ausentes nos hacen señas desde las brasas de una fotografía, desde el muñeco de trapo derrumbado en el salón, desde el racimo de luz que al atardecer tiembla en nuestra mesilla de noche, desde la altitud que alcanzamos en nuestros sueños… Los ausentes se alegran con nosotros porque en su inmovilidad cantan sin tiempo aquella mañana feliz. Y se entristecen como un crepúsculo al que se le da la espalda cuando vemos cómo todo se aleja y, sin respuesta, todavía lo amamos. ¿Qué sería de nosotros sin los ausentes? Nos quedaríamos sin historia, opacos. Nuestro corazón latiría sin la música de ningún paisaje. Nuestro cuerpo sería invisible, porque nuestro cuerpo lo construyeron todos los seres que amamos. Sería un cuerpo sin esquinas, sin lagos, sin precipicios. Sería una piel muda, sin la hoguera de la memoria de otro cuerpo. ¿Qué sería de nosotros sin los ausentes? Conoceríamos la esterilidad, el inconsolable dolor de nunca en nadie poder amanecer. Nos perderíamos sin que nadie nos buscase. Caminaríamos por una soledad sin imágenes. ¡No, que vengan! ¡Qué nunca se apague el astro de su memoria! ¡Qué nuestra sangre canta su sombra!

Javier Lostalé (De "La Rosa inclinada")






1 comentario:

marmota dijo...

el vino de ausencia es fruto tardío, madurado a la sombra del alma vieja

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