domingo, 25 de febrero de 2007

Almas en un bolso (III)

La sociedad nos ata, pero somos nosotros quienes nos resistimos
a soltar las cadenas...

Nada es para siempre. La infancia se pasa antes de acabar la última merienda, la adolescencia se esfuma al superar el acné, de repente te haces mayor, y cuando quieres darte cuenta, aquella cama tan cómoda resulta que era en realidad la mesa de las autopsias. Del amor eterno de los matrimonios lo más perdurable son los muñecos de la tarta, la minuta del abogado y la pensión de alimentos. Consuela mucho saber que también nuestros fracasos son pasajeros y que los errores que no pueda remediar el perdón, con un poco de suerte los resolverán a medias el tiempo y el olvido. Ni siquiera vale la pena entusiasmarse con el recuerdo de los éxitos porque sólo se gana una vez la misma carrera y con el paso del tiempo lo que te queda en el recuerdo es la nostalgia del triunfo y la falsa sensación de un aplauso remoto y retrospectivo que a donde pertenece no es al puntual pálpito de la vida, sino al formol de las efemérides. Me preguntó una madrugada mi querida M. como pensaba yo que la recordaría años después de haber fracasado lo nuestro. Supuse que estaba preocupada por si me quedase de ella el recuerdo de aquellas desenfrenadas noches en su cama, sumidos en el vocerío fisiológico de la delirante y sincera obscenidad. No necesité mentirle para tranquilizar sus expectativas: "No te preocupes; siempre te recordaré vestida". No le mentí. Es así como la recuerdo a ella y como recuerdo a otras mujeres con las que compartí parecidas circunstancias. Supongo que las recuerdo vestidas por algún extraño mecanismo sicológico, o por un misterioso decoro nemotécnico, tal vez por la misma razón por la que cada vez que veo el silencioso rostro fotográfico de Ava Garder, se me viene a la cabeza la voz de Frank Sinatra. "Hagamos lo que hagamos, amiga mía, no habrá un mal momento que no recordemos luego con una mezcla de nostalgia y gratitud, con esa pizca de melancólica congoja con la que recordaríamos haber vivido una extraña y breve primavera en la que las flores hubiesen brotado con los pétalos podridos en el suelo, y eso es así, querida M., porque vivimos lo nuestro con demasiada intensidad y nos quedamos sin sueños nada más meternos en cama". Nada es para siempre, muchacho. Todo se pudre inexorablemente. Se pudren las flores, se mustian los cuerpos y se malogran los planes. Dicen que la del amor es una música maravillosa y puede que sea cierto, pero cuando llevas mucho rato escuchando una melodía, al final tienes la sensación de que lo único que suena sincero es el armazón de la pandereta. ¿Y qué ocurre con la belleza? Poca cosa, amigo. El tiempo, como el fuego, acaba con todo, y bien sabemos que las llamas de un stradivarius tienen la misma forma que las llamas de un laúd. ¿Qué queda de Marilyn tantos años después de su muerte? Queda el benefactor recuerdo de la belleza puntual de su juventud, aquella sonrisa que indultaba la tristeza de sus ojos fracasados, su vestido blanco ondeando en el mástil invertebrado de la brisa del metro de Nueva York, la greguería de su pose en un puñado de calendarios, la sombra de Sinatra divagando al trasluz en su alma, la mirada entornada por la mortal presbicia de una sobredosis de barbitúricos, y el rescoldo de nuestra juventud, muchacho, que se fue malogrando mientras aspirábamos a dar con alguien como ella, una mujer excitante pero pasajera, alguien en cuya compañía incluso valiese la pena sentirse solo, como acabó lo mío con M., aquella chica que me llenó de sudor y gimnasia, de sexo y de irresponsabilidad, hasta que llegó el día en el que a nuestros cuerpos les falló la literatura y la música, prendimos la luz de la alcoba y descubrimos con razonable desilusión que habíamos necesitado dos docenas de revolcones para alcanzar la sucinta y rabiosa espiritualidad que los perros conseguían sin copas, a plena luz del día y sin quitarse la ropa. Naturalmente, superamos la decepción de aquel instante y conservamos el afecto en el que se convirtió lo nuestro. Yo me sobrepuse tomando unas copas en la barra de "El Corzo", y ella, ¡Oh, Dios!, ella recobró su dignidad tan pronto mudó la cama y puso en marcha la lavadora. Así de fácil. No volvimos a vernos pero la recuerdo con cariño, como supongo que me recuerda ella a mí. Sabíamos que aquello acabaría como acabó. Si algo sucio hubo entre nosotros, sin duda quedó oculto para siempre entre el redentor aroma del detergente, ese sucedáneo de la decencia. Y en cuanto a su cuerpo, recuerdo que su desnudez convertía en crisálida la algodonosa luz de la vela. Así son las cosas, muchacho: ella acabó de protagonista en mi letra, y yo, maldita sea, yo seguramente no pasé de ser la mancha más persistente de su colada...
José Luis Alvite






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