"El que ha osado volar comos los pájaros,
una cosa más debe aprender:
a caer."
Rainer María Rilke
Un tipo me dijo hace años de madrugada en un garito que a las personas se las puede conocer por haber leído sobre sus vidas, por lo que la brisa murmura de ellas, o por sus obras, pero que a un hombre se le conoce mejor cuando estás lo bastante cerca de él como para intuir sus sueños, compartir sus deudas y contraer sus enfermedades.
Intimar con la gente del arroyo puede ser una experiencia inolvidable por muchos motivos. Puede ser inolvidable porque te den un susto de muerte, pero también por haber apagado tu sed en el abrevadero de los cerdos en el que apagaba él la suya.
Una madrugada me siguió un delincuente hasta el retrete en una cafetería de Compostela. Cerró la puerta y se apoyó en ella como si su cuerpo fuese un armario con el que bloquearla. Entonces me puso una navaja en el estómago. Se me cortó la meada como a una gárgola a la que el musgo le hubiese estancado la lluvia. Me reprochó con amenazas las cosas que había escrito sobre él en el periódico, incluso los comentarios que otros habían redactado acerca de sus historias. Fue un momento de apuro como recuerdo pocos. Reconozco que pasé miedo y que temí por mi vida. Sudaba tanto, que los pies me resbalaban dentro de los zapatos. Por suerte, reaccioné con ese aplomo involuntario y terminal que tanto dice de los condenados a muerte. A medida que la furia de aquel tipo se fue quedando sin repertorio y amainaron las amenazas, colé algunas frases inspirado por el puro instinto de supervivencia. "No lo hagas", le dije, "porque si lo haces, joder, chico, si lo haces, habrás perdido la razón en este asunto". Aquel tipo se cagó tantas veces en la boca de mis muertos, que pensé que Dios no iba a poder resucitarlos sin echar mano de un fontanero. "Tiemblas de miedo, ¿eh, hijoputa?... ¿Por qué no tiemblas así antes de escribir, maldita perra de mierda? Mi madre sabe leer, ¿sabes?, como supongo que sabe leer la tuya...¡Joder, joder, joder!, si te clavase ahora, con el odio que te tengo se me quedaría pequeña la puta navaja y tendría que enterrar el brazo en tu jodida barriga hasta que los ácidos de tu puta digestión me despellejasen el codo, ¡me cago en la boca podrida de tus muertos!, ¡maricón de mierda!... ¿Ya no hablas? ¿Te has quedado sin vocabulario, mamón de los cojones? Escucha bien lo que te digo: Tendrías que pasarte una temporada en mi piel. Entonces, hijoputa, ¿sabes qué?, entonces comprenderías que hay tipos que al llegar a casa sólo encuentran caliente romper a llorar en la ventana. Lo entenderás cuando vivas en un sitio en el que bajar las escaleras sea lo único inteligente que puedas hacer si cometiste el estúpido error de subirlas. Y ahora guardaré la navaja, te abriré la puta puerta y te vuelves a la mesa sin chistar, te tomas tu copa tranquilamente, pagas como si metieses el dinero en el cepillo de la iglesia y sales a que el fresco de la madrugada te enfríe el miedo y te resucite el rostro. Y cuando vuelvas a tu periódico y te sientes a escribir algo sobre mi, si no te importa, imagina que lo haces tecleando en la máquina con los dedos de mi madre en los ojos abiertos de la tuya"...
Aquel muchacho murió en extrañas circunstancias a los pocos meses. Estuve en el funeral y asistí a su entierro. A la salida del cementerio abracé a su madre. Le dije que era amigo del chico. Y le conté que una madrugada habíamos coincidido en una cafetería. Y que aquel muchacho me había contado que bajar las escaleras de casa le llevaba el doble de tiempo que subirlas... ¿Y sabes una cosa?, es cierto que aquel muchacho no me confesó sus sueños ni me pegó sus enfermedades, pero presumo de que su navaja le hubiese contagiado a mis manos lo mejor de las suyas.
JOSÉ LUIS ALVITE
Intimar con la gente del arroyo puede ser una experiencia inolvidable por muchos motivos. Puede ser inolvidable porque te den un susto de muerte, pero también por haber apagado tu sed en el abrevadero de los cerdos en el que apagaba él la suya.
Una madrugada me siguió un delincuente hasta el retrete en una cafetería de Compostela. Cerró la puerta y se apoyó en ella como si su cuerpo fuese un armario con el que bloquearla. Entonces me puso una navaja en el estómago. Se me cortó la meada como a una gárgola a la que el musgo le hubiese estancado la lluvia. Me reprochó con amenazas las cosas que había escrito sobre él en el periódico, incluso los comentarios que otros habían redactado acerca de sus historias. Fue un momento de apuro como recuerdo pocos. Reconozco que pasé miedo y que temí por mi vida. Sudaba tanto, que los pies me resbalaban dentro de los zapatos. Por suerte, reaccioné con ese aplomo involuntario y terminal que tanto dice de los condenados a muerte. A medida que la furia de aquel tipo se fue quedando sin repertorio y amainaron las amenazas, colé algunas frases inspirado por el puro instinto de supervivencia. "No lo hagas", le dije, "porque si lo haces, joder, chico, si lo haces, habrás perdido la razón en este asunto". Aquel tipo se cagó tantas veces en la boca de mis muertos, que pensé que Dios no iba a poder resucitarlos sin echar mano de un fontanero. "Tiemblas de miedo, ¿eh, hijoputa?... ¿Por qué no tiemblas así antes de escribir, maldita perra de mierda? Mi madre sabe leer, ¿sabes?, como supongo que sabe leer la tuya...¡Joder, joder, joder!, si te clavase ahora, con el odio que te tengo se me quedaría pequeña la puta navaja y tendría que enterrar el brazo en tu jodida barriga hasta que los ácidos de tu puta digestión me despellejasen el codo, ¡me cago en la boca podrida de tus muertos!, ¡maricón de mierda!... ¿Ya no hablas? ¿Te has quedado sin vocabulario, mamón de los cojones? Escucha bien lo que te digo: Tendrías que pasarte una temporada en mi piel. Entonces, hijoputa, ¿sabes qué?, entonces comprenderías que hay tipos que al llegar a casa sólo encuentran caliente romper a llorar en la ventana. Lo entenderás cuando vivas en un sitio en el que bajar las escaleras sea lo único inteligente que puedas hacer si cometiste el estúpido error de subirlas. Y ahora guardaré la navaja, te abriré la puta puerta y te vuelves a la mesa sin chistar, te tomas tu copa tranquilamente, pagas como si metieses el dinero en el cepillo de la iglesia y sales a que el fresco de la madrugada te enfríe el miedo y te resucite el rostro. Y cuando vuelvas a tu periódico y te sientes a escribir algo sobre mi, si no te importa, imagina que lo haces tecleando en la máquina con los dedos de mi madre en los ojos abiertos de la tuya"...
Aquel muchacho murió en extrañas circunstancias a los pocos meses. Estuve en el funeral y asistí a su entierro. A la salida del cementerio abracé a su madre. Le dije que era amigo del chico. Y le conté que una madrugada habíamos coincidido en una cafetería. Y que aquel muchacho me había contado que bajar las escaleras de casa le llevaba el doble de tiempo que subirlas... ¿Y sabes una cosa?, es cierto que aquel muchacho no me confesó sus sueños ni me pegó sus enfermedades, pero presumo de que su navaja le hubiese contagiado a mis manos lo mejor de las suyas.
JOSÉ LUIS ALVITE
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