Hoy
siento pudor.
Aun así,
impúdico,
miro mi
desnudez en el espejo,
más no
me hallo.
La luz
está apagada y la noche
es profunda.
Hace frío y me falta tu abrazo y tu voz.
Cuarenta
y cinco de mayo, la primavera se resiste a visitarnos. Los habitantes de la
ciudad se dibujan todavía con colores de otoño y a los jóvenes no les llega la
alegría al cuerpo con tanto paro, tanta desazón y tan poco futuro.
Transito una edad difícil, demasiado joven para ser viejo y demasiado viejo para ser
joven.
De
salud, no puedo quejarme. Se puede decir que estoy bien en general y mal en los
detalles: que si el colesterol, que si la hipertensión, que si la artrosis en
la cadera y el desgaste en las rodillas, que si te sangran las encías o cada
día ves y oyes un poco menos. Tozudo, sigo practicando mi deporte favorito, el
baloncesto, y, ahora, mis rivales y compañeros son los hijos de los que fueron
mis rivales y compañeros hace ya más de treinta años. Ellos poseen la juventud,
la agilidad, la velocidad, la fuerza y el salto; a mí me queda la ilusión, la
experiencia, la técnica y la sabiduría de aprovechar el equipo; y uno se da
cuenta de que, como en la vida, los jóvenes pueden y no saben, mientras que los
viejos saben y no pueden. Cada día van ganando posiciones otras actividades
menos violentas como la meditación, el yoga y la poesía.
Del
dinero, mejor no hablar, podría decirse que soy el reflejo, en un pequeño
espejo, de este país dónde la gravedad hace que el dinero caiga hacia arriba y
la mierda hacia abajo. Mi particular prima de riesgo, de acabar pidiendo en la
puerta de una iglesia y comiendo en un comedor social, se dispara. El déficit se
agudiza, y sin un trabajo remunerado, se transforma en crónico. Cuando frisas
la sesentena un trabajo y un sueño son la misma cosa. ¡Mejor no despertarse!
Los ahorros se los llevaron un par de amigos que eran como hermanos, el resto
una entidad financiera, todavía en juicio. La esperanza de recuperación, en el
mejor de los casos: un 10%, unos 3.000 €.
Y el
amor… El amor como casi siempre, en estas circunstancias, desaparecido en
combate. De joven y durante muchos años creí: “que lo que queremos nos quiere
aunque no quiera querernos...” Ahora cercano a los sesenta, cuando el
escepticismo sienta bien y ayuda a sobrevivir, me doy cuenta que a esa creencia
le faltaba el final: “…mientras interesa”. En fin, el desprecio, aún con silencio
y con buenos modos, es una forma dura de descubrir que no te aman, que
probablemente nunca te han amado, aunque tuvieras la creencia y la certeza de
todo lo contrario.
Bajo la
lucidez del desengaño, siento que la vida es una mierda, ahora… pero también sé
que es un privilegio, y que tenemos el deber de vivirla y lucharla aunque sea invierno
en primavera.
Joshua Naraim