El hombre no debe poder ver su propia cara. Eso es lo más terrible que hay. La Naturaleza le dio el don de no poder verla, así como de no poder mirar sus propios ojos. Sólo en el agua de los ríos o de los lagos podía mirar su rostro. E incluso la postura que tenía que adoptar para hacerlo era simbólica. Tenía que curvarse, agacharse para cometer la ignominia de verse. El creador del espejo envenenó el alma humana.
Ningún vestigio tan inconsolable como el que deja un cuerpo entre las sábanas y más cuando la lasitud de la memoria ocupa un espacio mayor del que razonablemente le corresponde.
Linda el amanecer con la almohada y algo jadea cerca, acaso un último estertor adherido a la carne, la otra vez adversaria emanación del tedio estacionándose entre los utensilios de la noche.
Despierta, ya es de día, mira los restos del naufragio bruscamente esparcidos en la vidriosa linde del insomnio.
Sólo es un pacto a veces, una tregua ungida de sudor, la extenuante reconstrucción del sitio donde estuvo asediado el taciturno material del deseo.
Rastros hostiles reptan entre un cúmulo de trofeos y escorias, amortiguan la inerme acometida de los cuerpos. A batallas de amor campo de plumas.